domingo, 28 de julio de 2013

Nächste Haltestelle: Wieblingen, Bonhoefferstrasse

Una tímida brisa aparta de mi cuerpo las garras de un calor húmedo y asfixiante que se ha ido imponiendo en el mes de julio. Tras acabar mi último examen, mi mente se siente libre de estrés por unas horas y empieza a divagar sobre el fue, el es y el será de este reflexivo viajero, por un año erasmus y heidelberguense. Camino ahora por Bismarckplatz en dirección a la Hauptstrasse y de fondo ya puedo oír a un matrimonio italiano cantando viejas canciones napolitanas. La Hauptstrasse es el corazón de Heidelberg, un pasaje comercial de 2 kilómetros que articula todo el centro de la ciudad. La vida de la urbe pasa por aquí y es por aquí por donde pasa este último año de mi vida. Alemania es un lugar en el que puedes ver en la misma calle a un albañil húngaro trabajando en la obra, a un grupo de polacos tocando el acordeón, mientras cenas en una pizzería italiana con erasmus ingleses, búlgaros y franceses. Alemania no sólo lleva la batuta de Europa por ser la economía más fuerte, sino también porque Alemania es Europa.

Me siento en un banco a ver pasar mis últimos días en este país que me ha acogido durante un año: Alemania, el país del empleo y la estabilidad, el país de la burocracia, la hipocresía y la frialdad, la nación de espíritu kantiano, pero también la tierra de Thomas Mann, Schiller y Goethe, del Brezel, la Bratwurst y los bosques, la tierra de la puntualidad, la fidelidad y la organización. De los alemanes he aprendido que las cosas funcionan bien porque se trabaja en ellas, que si se quiere un ambiente universitario idílico, el espíritu de asociación no debe perderse; todo lo demás es pataleta y victimismo - huir de la responsabilidad.

Vuelvo a emprender mi tránsito por la Hauptstrasse, cuando empiezo a sentir cómo se me erizan los pelos de las piernas al oír la guitarra flamenca de un esbelto moreno de pelo corto que lleva el tatuaje de una serpiente en el mismo brazo con el que rasguea la guitarra. En la funda, una bandera de España pequeñita me recuerda el lugar al que tengo que regresar en pocos días. España, mi España, la que me duele, a la que añoro, la que me enfurece y al segundo me colma de alegría, la España del paro y la crisis, la España cainita, cañí y cani, la España con mala leche y alma bakuninista, pero también la España de Dalí y García Lorca, la España de Unamuno y Quevedo, la de las playas y las charlas con café y mentes despiertas, la España diferente, anárquica y anarquista, la de mi Gente y mi idioma, la España de mi infancia y mi adolescencia. Decía antes algunas cosas que he aprendido de los alemanes, pero aquí a miles de kilómetros de casa, también he aprendido a ser español, he aprendido de las virtudes que los españoles tenemos y que tantas veces queda oculta bajo el velo de los complejos. De los españoles he aprendido que el trabajo y la obligación no pueden ser el único motor de nuestras motivaciones, que lo más maravilloso en este mundo es poder compartir la alegría, la Freude, con nuestros semejantes, que una guitarra y un vaso de vino están bastante cerca de lo mejor que podemos encontrar en esta vida, que lo espontáneo es el gracejo, la broma que esconde cariño, y la satisfacción más inmediata.



No puedo olvidarme de lo mucho que aquí he crecido como persona, de la extensión de la empatía que se logra al conocer gentes de todo el mundo. Me llevo partes de Estados Unidos, Canadá, Méjico, Colombia, Perú, Chile, Uruguay, China, India, Japón, Corea, Irán, Irak, Afghanistán, Arabia Saudí, Nueva Zelanda, Francia, Alemania, Bélgica, Países Bajos, Italia, Reino Unido, Suecia, Finlandia, Letonia, Rusia, Grecia, Rumanía, Bulgaria, República Checa y, cómo no, de prácticamente todas las provincias españolas. La extensión de la empatía significa la relajación de los prejuicios étnicos, la búsqueda de lo común en lo diverso, de lo que nos une como especie: la conciencia del otro, reír con el otro, sentir al otro.




Me llevo anécdotas y grandes momentos, el haber convivido diariamente con la nieve por primera vez, desenterrando al niño pequeño que creía que había desaparecido. Aprendí también bastante de las noches en las que la soledad más amarga, la verdadera soledad, la que no es voluntaria, me provocaba un deseo intenso de volver a casa.

El vértigo ante las despedidas, el que muera un trocito de nuestras vidas, es algo que nos aterra a todos. Pero tenemos que seguir adelante sabiendo que no podemos saltarnos ningún eslabón de nuestra escalera al cielo y que, al fin y al cabo, somos una mezcla de las cosas y personas que nos hemos encontrado a lo largo de nuestra travesía. A los que ya no me verán más y sientan que he significado algo para sus vidas, sólo les puedo recordar la vieja canción de Within Temptation, que decía: You will find me in the world of yesterday. Al resto, no puedo dejar de proyectarlos en un futuro en el que descubriremos nuevas ciudades, recordaremos viejas anécdotas y pondremos al día nuestros triunfos y frustraciones, nuestras penas y glorias.




De repente, me saca de mi enajenación una voz grave y robótica que dice: Nächste Haltestelle, Wieblingen, Bonhoefferstrasse. He llegado a casa, la que fue mi casa.











jueves, 27 de junio de 2013

Los cronistas de un siglo de terror (IV)

El siglo XX fue, en lo que respecta a la política, un periodo turbulento y traumático para Europa en general, y para Alemania en particular. Si el XIX fue el siglo del Superhombre, la promesa del paraíso en la tierra y los fines absolutos, el XX será el de los medios y los exámenes de conciencia.

Alemania, tras afianzarse como nación y gran potencia europea, tuvo que atravesar dos guerras mundiales, una hiperinflación que terminó por mermar la identidad de los alemanes y una matanza de 6 millones de judíos de la que Alemania sólo ahora comienza a recuperarse moralmente. Tremenda tarea, pues, la que los cronistas de la literatura alemana tuvieron que desarrollar en este siglo. Pero un país que había producido a joyas como Goethe, Schiller o Heinrich Heine supo ofrecernos en el siglo XX una nueva colección de literatos que se enfrentaron al terror, lo miraron a la cara y lo expusieron negro sobre blanco ante la Historia.



Thomas Mann (1875-1955) es el Novelista. Cuando hace un año, en plenas vísperas de mi erasmus, decidí frecuentar la literatura alemana, su Muerte en Venecia lo catapultó a mi tridente personal, junto a Dostoievsky y Unamuno. Es hasta ahora el novelista más culto que he conocido. Sus personajes se enfrascan en profundos debates sobre música, religión, arte, filosofía y otras tantas disciplinas. A decir verdad, sus historias se encuentran a caballo entre la novela y el ensayo. Es un narrador considerado, que se para a hablar con el lector, que reflexiona sobre los capítulos anteriores y parece acompañarlo a uno a lo largo de toda la obra. Fue un autor prolífico y aquí no puedo hacer más que nombrar algunas de sus obras maestras, como por ejemplo La montaña mágica, una penetrante reflexión acerca del tiempo y de cómo la enfermedad afecta a la concepción de la realidad que tiene el enfermo y, por supuesto, el Doktor Faustus, escrito durante la Segunda Guerra Mundial y donde adelanta los dilemas morales a los que se enfrentaría Alemania en la segunda mitad del siglo.



Günter Grass (1927), que sigue publicando en la actualidad, recoge el testigo de Thomas Mann y en su archiconocido Tambor de hojalata (1959) hace un repaso a la historia de Alemania desde los años 20 hasta principios de los 50. En la ciudad libre de Danzig de la época, un hombre que deja de crecer a los tres años, recorre tres décadas dramáticas de la historia del país con su tambor atado al cuello. A mi parecer, su característica más destacable es una habilidad particular para acercarse a los temas de la vida cotidiana, familiar, y de alcanzar resquicios de la percepción que otros novelistas tan sólo llegan a insinuar.



Repasando anteriores entradas, me he dado cuenta de que todos los autores sobre los que he hablado eran alemanes, y esta era una mancha que no podía empañar esta breve serie de artículos. Porque el alemán, a pesar de su nombre, no se habla sólo en Alemania, sino también en Austria, Suiza, Luxemburgo, Liechtenstein y otros tantos lugares tanto de Centroeuropa como de América. Por eso y por lo que el nombre de Franz Kafka (1883-1924) significa para la literatura universal, no podía terminar este artículo sin hacer referencia un escritor no alemán.

Franz Kafka es el bicho raro, el niño aislado, el creador de situaciones absurdas y de los callejones sin salida. Queriendo materializar estos rasgos, Kafka escribió La metamorfosis, que poca reseña necesita, pues es una obra que está dispersa en la cultura y es conocida por todos, un grito de terror de aquel que no puede hacerse comprender, que se considera un estorbo y es un gueto entre los guetos de la urbe. No puedo olvidarme naturalmente de El proceso, obra inconclusa y paradigma de lo kafkiano, reflexión sobre la justicia en la que el personaje es llevado a juicio sin que se le informe de las motivos, una situación de angustia que ha hecho eterno a su autor y le ha garantizado un asiento en la literatura universal.

Estos cuatro artículos han sido sólo un esbozo de todo aquello que se ha producido en lengua alemana. Hago una parada en la larga travesía de la literatura alemana para dedicarme a mi regreso a otras historias, otros países, otros lugares y otras perspectivas, sabiendo que Deutschland se ha adherido a mis botas para mezclarse con la tierra de otros caminos.


domingo, 16 de junio de 2013

¿Y cómo son los alemanes?



En una de las tantísimas anécdotas (inventadas y reales) que pesan sobre Winston Churchill, alguien le preguntó qué opinaba de los franceses, ante lo que el ingenioso primer ministro respondió: "No sé, son muchos y no los conozco a todos". Esta frase resume mi posición inicial ante el tema de este artículo. Es muy difícil extraerle un carácter de unidad a un país con más de 80 millones de almas. Sin embargo, como el ser humano es un Zóon politikon, un animal social, su comportamiento se halla influido directamente por la cultura en la que nace, la educación de padres y maestros, los amigos, etc, y, por lo tanto, es posible hablar de algunos rasgos que, si no son comunes, están muy extendidos entre los habitantes de una nación.

Alemanias hay muchas: hay diferencias entre el norte y el sur, los pueblos y las ciudades, los católicos y los protestantes, etc. La Alemania que yo he conocido es la de Heidelberg, que es la Alemania universitaria, joven, cosmopolita y, en muchas esferas, se encuentra algo alejada de la Alemania "real", pero, por otro lado, representa el futuro de este país y quizás lo que he percibido yo durante mi estancia aquí se proyecte en la Alemania de dentro de 30 años. Como no soy dualista, no voy a dividir las características de los alemanes en buenas y malas, como cabría esperar. Los pueblos y las personas tenemos comportamientos que pueden ser juzgados como buenos o malos, pero que son indisociables entre sí, es decir, que aquellos rasgos que nos hacen ser veneno, nos convierten en antídotos en otras circunstancias. Por tanto, trataré de acercarme lo más sinceramente posible a la sensación que me han producido mis relaciones con ellos.

Entablar amistad con los alemanes no es una tarea tan sencilla como lo puede ser en España. Pasar de la barrera del "¡Hola!, ¿qué tal?" y un par de informaciones sobre las cosas de la vida cotidiana toma más tiempo del que podría esperarse con un mediterráneo. Mostrar los sentimientos en público no es muy habitual, tendencia que parece acentuarse a medida que se avanza hacia el norte del país. Este carácter no debe leerse como una seña de hostilidad, como nos hace temer el prejuicio, sino únicamente como una manifestación de timidez e inseguridad o, en un buen número de casos, simple desgana. Aun así, cuando se consigue atravesar esa frontera inicial, los alemanes son unos amigos fieles, honestos y dispuestos a brindar ayuda cuando se les pide. 

Este carácter asistencial viene influido notablemente por la noción de comunidad que tiene el alemán. Los alemanes son conscientes de compartir una identidad común que gira en torno a la nación alemana, encarnada en el estado, de donde emanan las leyes que hay respetar para el funcionamiento adecuado de la comunidad. El alemán es muy respetuoso con la ley, como ya indiqué en anteriores artículos sobre el sistema de trasportes y las leyes medioambientales, lo que me lleva a pensar que esta es una de las razones por las que en Alemania no existe tanta corrupción como en España o Italia. En Alemania el colectivo está por encima del individuo y la familia, lo que reduce significativamente las tentaciones de nepotismo y amiguismo. Este sentimiento de comunidad también se traduce en un respeto por el otro. Cuando dos personas chocan por la calle, ambas de disculpan, cuando uno va a pedir a un restaurante, lo hace por favor y, cuando le traen el plato, da las gracias. Asimismo son bastante serviciales cuando se les pregunta por una dirección o necesitamos cualquier tipo de ayuda. No es de extrañar que un pueblo que ve en la ley y el estado la garantía para la existencia de la comunidad, tenga uno de los estados asistenciales con más peso del mundo. El sistema educativo, las pensiones, prestaciones por desempleo, ayudas para la vivienda, etc. son algunos de los gastos que corren a cargo del estado. 

Pero este sentimiento de comunidad no se agota en el estado, sino que la asociación privada es otro de los puntos fuertes del pueblo alemán. Un buen número de alemanes pertenece a una asociación, ya sea deportiva, literaria, musical, etc. Además siempre hay actividades organizadas por la universidad y que permiten superar esas dificultades que entraña la sociedad alemana al tomar contacto con ella. Un ejemplo que habla por sí mismo es el famoso Mensa, un comedor universitario que emplea a estudiantes y que tiene múltiples funciones: almuerzos y cenas, fiestas, cine, partidos de fútbol, etc, y además se puede llevar uno su propia comida o repasar los apuntes, lo que lo convierte en una especie de comedor-biblioteca que envuelve un espíritu universitario que muchos pensábamos que era fruto de nuestras ilusiones de bachiller.

A la hora de analizar a los alemanes, no puedo olvidarme de su apasionado ecologismo y amor por los bosques, los ríos y las montañas. Existe una fuerte conciencia medioambiental. El reciclaje es deporte nacional y todo alemán tiene en el jardín de su casa los tres cubos para separar la basura. Como ya indiqué en un artículo anterior, las calles están en general bastante limpias y abundan las zonas naturales protegidas. La tradición ecologista en Alemania tiene unas raíces más profundas que en otros países; no es un producto del movimiento hippie como cabría esperar. Como decía Elias Canetti en su ensayo Masa y poder, los alemanes se sienten muy apegados a sus bosques. Ya a principios del siglo XX, los Wandervogel, un movimiento de jóvenes que querían reaccionar contra la industrialización, abogando por la vida en la naturaleza, habían echado a rodar este tipo de carácter entre los alemanes, carácter que luego desembocaría en el movimiento boy scout y, en parte, las juventudes hitlerianas. 

También hay una fuerte consideración por los animales y un número cada vez mayor de alemanes es vegetariano. Además, casi todos los restaurantes, incluido el Mensa, ofrecen menús para vegetarianos e información acerca de los componentes de cada alimento.

Por último, los alemanes han sido considerados siempre uno de los pueblos más cultos de Europa. Con la llegada de internet y la completa alfabetización esas diferencias se han ido reduciendo. Aun así, es digno de destacar que los alemanes tienen, en general, mucho mundo y que, por ejemplo, raro es el estudiante universitario que no vivió un año en Latinoamérica o EE.UU después de terminar el Abitur, a los 18 años. Por tanto, son inmunes a muchos de los prejuicios que tantos periódicos españoles nos hacen temer cuando hablan de la imagen que se tiene de España en Alemania. 



A modo de conclusión, sólo puedo decir que, al igual que ocurre con las lenguas, cuando uno conoce un país distinto del suyo, comienza a darse cuenta de las particularidades del lugar en el que ha vivido desde que nació. Esta es, en mi opinión, la cura definitiva para los complejos nacionales, los prejuicios cegadores y el resentimiento entre regiones.

viernes, 7 de junio de 2013

Weimar y Heidelberg, las joyas de la corona (III)

Tras el invierno más prolongado que recuerdo en mucho tiempo, el sol me invita a volver a pasear tranquilamente por las calles de la ciudad que me ha acogido durante un año. El sol parece haber invitado también a las señales inequívocas del verano: las terrazas atestadas de gente, escolares tomando un helado al salir de clase, escotes pronunciados en ellas, bíceps insinuantes en ellos, y una pegajosa humedad venida del río que alguien de un pueblo del interior como yo recibe como una molesta desconocida.

Heidelberg es una caja de sorpresas para aquellos que combinamos el amor por la literatura con los paseos relajantes e inspiradores; uno nunca sabe dónde va a encontrarse con la próxima referencia literaria.

No en vano Heidelberg es la cuna del romanticismo. Sus paisajes idílicos, con el río Neckar fluyendo a la vera del casco antiguo, sus alrededores boscosos, el Philosophenweg, el Königstuhl, las ruinas del castillo y los puentes que conectan ambas partes de la ciudad, evocan en el espíritu una bella sensación de armonía que llama a la creación, a la reproducción de tan inspirador mundo en un papel, en un lienzo o en unas partituras. Por alguna razón se dice que Heidelberg es la ciudad alemana a la que se han dedicado más poesías y cancioncillas populares. No me podía permitir dejar esta ciudad sin hacer un recorrido por esa lírica heidelbergense, ese ambiente literario del que sólo son conscientes el biblófilo y el literato.

Por las razones ya aducidas, y al ser ciudad universitaria, en Heidelberg han vivido los hombres más destacados de las letras germanas. Empezar por Goethe es una exigencia para alguien que en su último artículo lo elevó a la categoría de Cervantes germano. Goethe estuvo en sus más de 80 años de visita por toda Alemania y Heidelberg no fue una excepción. En la Karlplatz se encuentra el Palais Boisserée, actualmente reencarnado en el instituto de Germanistik de la Universidad de Heidelberg. Allí vivió Goethe durante varias semanas invitado por los hermanos Boisserée. Este es el poema que le inspiró Heidelberg:


Ros und Lilie morgentaulich
Blüht im Garten meiner Nähe;
Hinten an , bebuscht und traulich,
Steigt der Felsen in die Höhe;
Und mit hohem Wald umzogen
Und mit Ritterschloß gekrönet ,
Lenkt sich hin des Gipfels Bogen,
Bis er sich dem Tal versöhnet.



Que muy humildemente podría traducirse así:



Rosas y azucenas bajo el rocío de la mañana
florecen en el jardín de al lado
Detrás, rodeada de arbustos y cómoda
hállase una roca a su altura;
y rodeada de altos bosques
y coronada por un galante castillo
avanza hasta el arco de la cumbre
hasta sosegarse con el valle.

No cabe la menor duda de que la poesía es la modalidad literaria que más se resiente de las traducciones, pero valga el ejemplo para resaltar el carácter naturalista del padre del romanticismo.

Palais Boisserée


Cualquiera que haya vivido en Heidelberg, habrá quedado enamorado del Philosophenweg. Protegido de los turistas despistados por una entrada difícil de encontrar, el Camino de los Filósofos o, con más propiedad, de los Estudiantes, es una ruta que concentra en sus cerca de dos kilómetros el atractivo de la ciudad. Rodeado por una abundantísima vegetación, desde lo alto del camino puede verse la clásica estampa de la ciudad de Heidelberg, que inmortaliza el Alte Brücke, el castillo y todo el casco antiguo. También hay bancos para hacer un alto en el camino. Justo en frente de uno hay erigida una piedra en homenaje al poeta alemán Hörderlin, que vivió entre 1770 y 1843 y que en su oda Heidelberg se refirió a ella como "der Vaterlandsstädte Ländlichschönste" es decir, la ciudad más preciosa de la patria. 



Monumento dedicado a Hölderlin


La última selección de versos sobre la ciudad del Neckar nos lleva al Castillo de Heidelberg, donde se encuentra el "Grosse Fass", un enorme barril de madera que se utilizaba para el suministro de vino del castillo. Fueron muchos los poetas que, asombrados por su tamaño, no dudaron en dejar negro sobre blanco sus impresiones. Uno de ellos fue Heinrich Heine, poeta alemán que vivió entre 1797 y 1856 y que es considerado el último poeta del romanticismo. Aquí reproduzco algunos versos que le dedicó al gran barril:

Die alten, bösen Lieder,
Die Träume schlimm und arg,
Die laßt uns jetzt begraben,
Holt einen großen Sarg.
Hinein leg ich gar Manches,
Doch sag ich noch nicht was;
Der Sarg muß sein noch größer
Wies Heidelberger Faß.

Las viejas y malvadas canciones
los sueños malos y graves
Vamos a enterrarlos
busquemos un gran ataúd.
Pondré en el algunas cosas
pero no diré todavía cuáles
El ataúd debe ser más grande
que el barril de Heidelberg.



Lo que he expuesto en esta entrada no es más que la punta de un iceberg que un humilde aficionado como yo no puede más que mirar superficialmente. No obstante, espero que aquellos viajeros literatos que me lean decidan tomarse un descanso en su camino y alojarse unos días en la vieja y bella ciudad de Heidelberg.

jueves, 30 de mayo de 2013

Weimar y Heidelberg, las joyas de la corona (II)

Uno de los aspectos más enriquecedores de la vida Erasmus es la oportunidad de viajar y que la exploración no se reduzca únicamente a los confines de la ciudad donde estudias. Más allá de los castillos y las iglesias, de los monumentos y los teatros, salir de excursión fuera de Heidelberg también es una oportunidad para conocer gentes de otras culturas, que a través de sus inquietudes y costumbres me enseñan lo inmenso que es el mundo. Mientras que muchos estudiantes se pierden en el vicio de buscar en el viaje lugares para su foto de perfil, yo he tratado de otorgarle un sentido menos estético a mis excursiones por Alemania. Siendo un declarado germanófilo y bibliófilo, no podía yo desperdiciar este momento de mi vida para acudir a los sitios sobre los que pusieron sus zapatos mis escritores predilectos de la literatura alemana.De esta corona dorada, le dedico este artículo a las que son, en mi opinión, sus dos grandes joyas: Weimar y Heidelberg.

Tuve la ocasión de visitar Weimar hace dos semanas con una de las excursiones que organiza la universidad. Weimar es pequeña, bella, clásica y se halla incrustada en un paisaje verdoso del land de Turingia, que ostenta con orgullo la superficie boscosa más extensa de Alemania, de ahí su apodo "Das grüne Herz Deutschlands" (el corazón verde de Alemania).Weimar es la ciudad de los clásicos alemanes, a saber, del filósofo y teólogo Herder (1744-1803) , de Schiller (1759-1805) y del gran Goethe (1749-1832).



Si no mencioné a Goethe en mi primer artículo, fue porque consideraba mucho más justo ligarlo a la ciudad donde vivió durante más de 50 años hasta su muerte. Goethe es a las letras germanas lo que Cervantes a la nuestras. De hecho, el instituto que tiene como misión publicitar la lengua y cultura alemanas lleva su nombre, al igual que Cervantes en el caso del español.Goethe fue un autor muy prolífico y cultivó diversas formas de literatura como la poesía, la novela o el ensayo, pero fue una obra de teatro la que lo catapultó a la eternidad de la literatura universal. Fausto es una tragedia que rescata la leyenda del Fausto, un alquimista medieval alemán que vendió su alma para acceder a todo el conocimiento. El Fausto de Goethe, reencarnado en su obra en un médico, representa de alguna manera la frustración del hombre moderno que nace a las puertas del s.XIX. Tras la explosión de conocimiento decimonónica, atrás quedaron aquellos hombres virtuosos que dominaban varias ramas del saber; es el nacimiento del hombre especializado. Este Fausto también se verá obligado a pactar con el diablo para matar la frustración, ¡pero a qué precio!

Como poeta, Goethe tenía unos versos desbordantes, capaces de pulir las a veces toscas consonantes del alemán. Compré su obra lírica al completo en la tienda de su casa-museo, en Weimar. Aunque a decir verdad, la ciudad entera es un museo al literato. En la Theaterplatz, hay erigida una escultura de bronce a Goethe y Schiller, justo delante del Deutsche Nationaltheater, teatro que regentó Goethe durante décadas. También allí, a un par de kilómetros, se encontraba la Goethehaus, casa donde vivió el filósofo varias décadas y donde, finalmente, encontró la muerte. El crujir de los escalones que llevaban al recibidor de la casa me hizo imaginar en el suelo las huellas que dejó el dramaturgo hace 200 años.



Goethe gozó del favor del duque Carlo Augusto, que le regaló una casa-jardín con unos idílicos alrededores que tantas poesías le debieron inspirar. En el camino que me llevó a ella, me quedó claro por qué Goethe es el padre del romanticismo y que ningún escritor puede marcharse de esa ciudad sin ser, al menos durante un rato, un romántico más.

Schiller es el segundo niño mimado de la ciudad alemana. También fue poeta y dramaturgo, además de historiador. Llegó a Weimar invitado por Goethe y allí pasó los últimos tres años de su vida. Al contrario que  Goethe, Schiller anduvo con grandes problemas económicos toda su vida, pero eso no impidió que se representasen obras suyas tan conocidas como Maria Estuardo o Wallenstein. También en Weimar se puede visitar la Schillerhaus, igualmente una casa-museo, aunque no tan nutrida como la de Goethe.

La experiencia en Weimar me dejó reflexiones que no puedo exponer aquí pero que pululan por mi mente, buscando el momento idóneo para salir, quién sabe si en este blog o en cualquier escrito futuro.

Pensaba escribir a continuación sobre Heidelberg y la literatura, pero creo que una ciudad que ha visto mis penas y glorias durante un año merece una mención aparte. Hasta entonces, les recomiendo que recojan los frutos ya maduros de la verde Weimar.

jueves, 9 de mayo de 2013

El refugio bajo el papel (I)

Salgo de clase y unos oscuros nubarrones hacen presagiar la tormenta inminente. Tras los primeros días calurosos del año, el instinto reaccionario del invierno busca imponer su voluntad con fuertes lluvias y un molesto viento que hace inútil al paraguas. Acudo a refugiarme en una modesta librería de la calle Plock. En la entrada hay varias estanterías atestadas de libros de segunda a mano a dos euros. Son libros viejos, literatura de segunda clase, libros para viajeros, cuadernos con imágenes de arte pictórico y planos de la ciudad. Probablemente sigan envejeciendo allí hasta el fin de sus días. Cuando entro, el olor a papel viejo me impregna los pulmones y siglos y siglos de tinta me recorren la sangre. Las estanterías de la única planta del edificio están tan repletas que no cabría ya ni un alfiler, ni tan siquiera un humilde marcapáginas. Dentro del caos literario, unas pequeñas etiquetas pegadas en los estantes tratan de poner orden aludiendo a autores, estilos y épocas. Al fondo de la sala veo a un señor de unos 60 años, con la barba gris y recortada, una camisa de rayas blancas y azules y una chaqueta marrón con coderas. Levanta dos segundos la vista del periódico mientras le da una calada a un puro, me echa una mirada analítica y vuelve a posar sus ojos sobre el texto.

Alguien como yo, que se refugia en la literatura cuando los días le amanecen grises, no podía desaprovechar la oportunidad de vivir en Alemania y disfrutar de sus más preciados tesoros literarios. Y con más razón cuando uno tiene la gran suerte de mecerse en la cuna del Romanticismo, Heidelberg. Probablemente esta es una de las zonas con mayor peso literario del país: aquí escribieron algunos de sus versos Goethe y Hölderlin, también Eichendorff y Heinrich Heine, y sus paisajes boscosos inspiraron analogías con los más profundos sentimientos a los precursores del romanticismo alemán.




Aprovechando que afuera sigue lloviendo a cántaros, decido echarle un vistazo a la pequeña librería. Mientras deslizo mis dedos por el lomo de los libros, uno de ellos me llama particularmente la atención: con una portada de fondo azul, aparecen en la portada varios caballeros medievales con sus lanzas. Más arriba leo "Das Nibelungenlied". El cantar de los Nibelungos es una obra de autor desconocido que data del siglo XIII. Es a la literatura alemana lo que El cantar del mío Cid a la española. Ambientada en una época en la que la única forma de aumentar el patrimonio personal era invadir otros reinos, en esta epopeya se narran las gestas de Sigfrido, un valiente guerrero que consiguió la inmunidad tras derrotar a un dragón y bañarse en su sangre. Sin embargo, una parte de su cuerpo queda sin bañar y se convierte en su única zona vulnerable. ¿Os suena de algo? El texto hace multitud de referencias a los mitos germánicos y de su historia se nutrió, entre otros, Richard Wagner para componer su magnum opus Der Ring des Nibelungen (El anillo del Nibelungo).

Avanzo hacia la próxima estantería, de literatura algo más reciente, y me encuentro con un libro voluminoso, de fuertes tapas y una portada que me devuelve a mi infancia: dos niños de rubios cabellos caminan por un bosque y al fondo se ve una señora mayor con aspecto de bruja y una casa de gominola a sus espaldas. ¿El título? Kinder- und Hausmärchen, es decir, los Cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Diría que son una lectura obligada, pero estaría siendo hipócrita. Los cuentos de los hermanos Grimm están ya dispersos por nuestra cultura, en las películas de Disney, los dibujos animados, etc. Todo el mundo los conoce. En realidad, estos cuentos fueron concebidos en su inicio como una investigación filológica de los hermanos Grimm. En el siglo XIX, justo después de las guerras napoleónicas, el pueblo alemán se hallaba inmerso en una búsqueda de sus raíces que culminaría en su establecimiento como nación política. Los hermanos Grimm recuperaron cuentos trasmitidos por la tradición oral calvinista. Prácticamente todos los cuentos acaban con una enseñanza del tipo moral. En los mundos que en ellos se narran son de gran importancia los bosques, la corte del rey, determinados números, etc. Sin esperarlo, estos cuentos se hicieron tremendamente populares entre los niños, que posteriormente han sido utilizados como público para las futuras adaptaciones cinematográficas. Unas historias maravillosas para aprender no ya sólo de dónde procede la nación alemana, sino de dónde venimos el resto de europeos.

Tras permanecer ensimismado durante unos diez minutos ante el libro de los hermanos Grimm, desvío mi mirada hacia la próxima estantería y el señor del puro, con semblante serio, pero amistoso, me pregunta: Kann ich helfen? Tras decirle que no necesito su ayuda, continúo ojeando libros hasta que uno vuelve a producirme interés. En este caso no se trata de su portada, ni de su amplitud, ni siquiera de su encuadernación; aquí es el nombre del autor lo que me llama. Hermann Hesse es uno de los pocos autores que conozco desde que era pequeño, pues en casa había un librito suyo, Siddharta, y en más de una ocasión le eché un ojo cuando apenas sabía juntar dos letras. De Hermann Hesse se pueden destacar varias obras: Demian, El lobo estepario, Narciso y Goldmundo. Uno de los temas más importantes de su literatura es la lucha entre individuo y sociedad, la lucha contra los preceptos morales que nos vienen impuestos, el grito de libertad de quien vio su época como una prisión espiritual. Uno de sus libros menos conocidos, Bajo las ruedas, tiene sin embargo un valor añadido para mí. Hace unos meses tuve la ocasión de visitar el monasterio evangélico de Maulbronn, pequeño pueblo al sur de Heidelberg. En él estudió Hermann Hesse durante siete meses y en él se basó para escribir este libro que leí expresamente unos días después de visitar el monasterio. Hasta ahora ha sido la experiencia literaria más satisfactoria que he tenido. Estar justo en el mismo lugar donde estuvo uno de mis escritores predilectos, ver que nada ha cambiado, que los paisajes que lo inspiraron a él ahora se acurrucan en mi cuaderno.



De repente entra luz en la sala, ha escampado finalmente y un arcoiris se eleva en el horizonte. Me ajusto la mochila al hombro y salgo por la puerta, con la actitud del caminante y la esperanza del joven.

sábado, 6 de abril de 2013

Sobre las ruedas

Sentado en los últimos asientos del bus, miro a través de la ventana sumido en mis cavilaciones rutinarias. La estampa de los todavía desnudos árboles con el río Neckar de fondo se presenta como escenario ideal para la obra de mis pensamientos. Cuando llegué aquí en octubre, todos estos paisajes me embriagaban el alma, me concedían material de primera calidad para llenar folios y folios de alabanzas en verso y prosas wertherianas. Ahora, varios meses después, apenas si los distingo del resto del entorno, como si estuviese ante otra gasolinera o restaurante. Tal es la fuerza de lo cotidiano. De repente, la sensación de belleza conocida cesa, cuando poso mi mirada sobre una muchacha que acaba de entrar en la última parada y se ha sentado justo delante de mí. Sus rasgos son los de una auténtica belleza nórdica: nariz fina y puntiaguda, cabellos rubios y lacios, tez pálida y ojos azules perdidos en el paisaje. Es increíble la cantidad de caras nuevas que se ven en un autobús, las innumerables historias que se escuchan, la inevitable complicidad de quienes cumplen con su deber matinal. Utilizar el trasporte público se ha convertido en mi día a día desde que puse mis pies sobre Heidelberg, así que ya iba siendo hora de dedicarle unos minutos de escritura.

Lo que sin duda llamó mi atención desde el primer momento fue el silencio que envuelve los viajes en bus, tren o tranvía. Rara vez se dan cita conversaciones a no ser que nos encontremos en hora punta o un contingente de colegiales haga acto de presencia. También he notado que la forma en que se accede es distinta. Al contrario que en Málaga, la gente normalmente entra en el bus sin validar el billete. Esto se debe a que suele llevar consigo un bono que en el caso de los estudiantes se llama Semesterticket y sirve para poder utilizar todos los sistemas de trasporte de la empresa que opera en cada región determinada. El mío cuesta 141 euros y su periodo de validez - como indica el nombre - es de seis meses. ¿Pero no facilita este sistema que la gente se cuele? Digamos que, como otras tantas cosas en Alemania, está basado en una relación de confianza por parte del vendedor y miedo por parte del cliente. Puedes colarte cuantas veces quieras, pero de vez en cuando pasan revisores y si te pillan te cae una multa de 40 euros. En el bus o el tranvía no es muy común ver inspectores, pero en el tren es la norma. Así que si estáis planeando visitar Alemania, tenedlo en cuenta.

Como en España, viajar en tren es bastante caro, pero existen ofertas para grupos que invitan a emular a Jack Kerouac y sus amigos y hacerse un On the road por toda Alemania. Una de estas ofertas es el ticket  Schönes Wochenende (Buen fin de semana). Por 42 euros se puede viajar sábado y domingo por el territorio federal en grupos de como máximo 5 personas. Además, en Alemania es muy común hacer autostop y con un poco de paciencia y generosidad de los conductores te puedes acercar a tu destino y conocer a gente maravillosa de paso. Además, existe la Mitfahrgelegenheit (Ocasión de viaje compartido). En su página web, conductores que tienen que hacer un viaje a la ciudad X lo anuncian y por un precio muy reducido puedes ir con ellos. Una muestra más de la capacidad de asociación que tienen nuestros vecinos germanos.

En otro orden de cosas, la figura del coche es muy importante en Alemania. Los alemanes ven su industria automovilística y sus coches personales como motivo de orgullo nacional. En más de una ocasión, esperando el bus, he hecho la cuenta de los coches que pasaban y en torno a dos tercios eran de marca alemana. Audis, BMW's, Volkswagens, etc. pueblan las calles del país y una buena parte de las del extranjero. En cuanto a los taxis, no hay mucho que decir, son igual de caros que en España y el contador corre a velocidad de vértigo.

Por último, merecen un homenaje aparte las bicicletas. En Heidelberg, como buena ciudad universitaria, son el medio de transporte más popular. Y es que desde hace muchos años forman parte de la tradición universitaria alemana. Es el vehículo de estudiantes y profesores por excelencia. Los carriles bici están muy avanzados y llegan a las partes más frecuentadas de la ciudad. Como mencioné en el artículo anterior, también cumplen una función ecológica que traduce el humo y el ruido de claxon en un agudo sonido de timbre al que acompaña una igualmente aguda voz femenina que dice "Entschuldigung" para que la deje pasar. Con tanta reflexión no me había percatado de que voy por medio del carril.