Salgo de clase y unos oscuros nubarrones hacen presagiar la tormenta inminente. Tras los primeros días calurosos del año, el instinto reaccionario del invierno busca imponer su voluntad con fuertes lluvias y un molesto viento que hace inútil al paraguas. Acudo a refugiarme en una modesta librería de la calle Plock. En la entrada hay varias estanterías atestadas de libros de segunda a mano a dos euros. Son libros viejos, literatura de segunda clase, libros para viajeros, cuadernos con imágenes de arte pictórico y planos de la ciudad. Probablemente sigan envejeciendo allí hasta el fin de sus días. Cuando entro, el olor a papel viejo me impregna los pulmones y siglos y siglos de tinta me recorren la sangre. Las estanterías de la única planta del edificio están tan repletas que no cabría ya ni un alfiler, ni tan siquiera un humilde marcapáginas. Dentro del caos literario, unas pequeñas etiquetas pegadas en los estantes tratan de poner orden aludiendo a autores, estilos y épocas. Al fondo de la sala veo a un señor de unos 60 años, con la barba gris y recortada, una camisa de rayas blancas y azules y una chaqueta marrón con coderas. Levanta dos segundos la vista del periódico mientras le da una calada a un puro, me echa una mirada analítica y vuelve a posar sus ojos sobre el texto.
Alguien como yo, que se refugia en la literatura cuando los días le amanecen grises, no podía desaprovechar la oportunidad de vivir en Alemania y disfrutar de sus más preciados tesoros literarios. Y con más razón cuando uno tiene la gran suerte de mecerse en la cuna del Romanticismo, Heidelberg. Probablemente esta es una de las zonas con mayor peso literario del país: aquí escribieron algunos de sus versos Goethe y Hölderlin, también Eichendorff y Heinrich Heine, y sus paisajes boscosos inspiraron analogías con los más profundos sentimientos a los precursores del romanticismo alemán.
Aprovechando que afuera sigue lloviendo a cántaros, decido echarle un vistazo a la pequeña librería. Mientras deslizo mis dedos por el lomo de los libros, uno de ellos me llama particularmente la atención: con una portada de fondo azul, aparecen en la portada varios caballeros medievales con sus lanzas. Más arriba leo "Das Nibelungenlied". El cantar de los Nibelungos es una obra de autor desconocido que data del siglo XIII. Es a la literatura alemana lo que El cantar del mío Cid a la española. Ambientada en una época en la que la única forma de aumentar el patrimonio personal era invadir otros reinos, en esta epopeya se narran las gestas de Sigfrido, un valiente guerrero que consiguió la inmunidad tras derrotar a un dragón y bañarse en su sangre. Sin embargo, una parte de su cuerpo queda sin bañar y se convierte en su única zona vulnerable. ¿Os suena de algo? El texto hace multitud de referencias a los mitos germánicos y de su historia se nutrió, entre otros, Richard Wagner para componer su magnum opus Der Ring des Nibelungen (El anillo del Nibelungo).
Avanzo hacia la próxima estantería, de literatura algo más reciente, y me encuentro con un libro voluminoso, de fuertes tapas y una portada que me devuelve a mi infancia: dos niños de rubios cabellos caminan por un bosque y al fondo se ve una señora mayor con aspecto de bruja y una casa de gominola a sus espaldas. ¿El título? Kinder- und Hausmärchen, es decir, los Cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Diría que son una lectura obligada, pero estaría siendo hipócrita. Los cuentos de los hermanos Grimm están ya dispersos por nuestra cultura, en las películas de Disney, los dibujos animados, etc. Todo el mundo los conoce. En realidad, estos cuentos fueron concebidos en su inicio como una investigación filológica de los hermanos Grimm. En el siglo XIX, justo después de las guerras napoleónicas, el pueblo alemán se hallaba inmerso en una búsqueda de sus raíces que culminaría en su establecimiento como nación política. Los hermanos Grimm recuperaron cuentos trasmitidos por la tradición oral calvinista. Prácticamente todos los cuentos acaban con una enseñanza del tipo moral. En los mundos que en ellos se narran son de gran importancia los bosques, la corte del rey, determinados números, etc. Sin esperarlo, estos cuentos se hicieron tremendamente populares entre los niños, que posteriormente han sido utilizados como público para las futuras adaptaciones cinematográficas. Unas historias maravillosas para aprender no ya sólo de dónde procede la nación alemana, sino de dónde venimos el resto de europeos.
Tras permanecer ensimismado durante unos diez minutos ante el libro de los hermanos Grimm, desvío mi mirada hacia la próxima estantería y el señor del puro, con semblante serio, pero amistoso, me pregunta: Kann ich helfen? Tras decirle que no necesito su ayuda, continúo ojeando libros hasta que uno vuelve a producirme interés. En este caso no se trata de su portada, ni de su amplitud, ni siquiera de su encuadernación; aquí es el nombre del autor lo que me llama. Hermann Hesse es uno de los pocos autores que conozco desde que era pequeño, pues en casa había un librito suyo, Siddharta, y en más de una ocasión le eché un ojo cuando apenas sabía juntar dos letras. De Hermann Hesse se pueden destacar varias obras: Demian, El lobo estepario, Narciso y Goldmundo. Uno de los temas más importantes de su literatura es la lucha entre individuo y sociedad, la lucha contra los preceptos morales que nos vienen impuestos, el grito de libertad de quien vio su época como una prisión espiritual. Uno de sus libros menos conocidos, Bajo las ruedas, tiene sin embargo un valor añadido para mí. Hace unos meses tuve la ocasión de visitar el monasterio evangélico de Maulbronn, pequeño pueblo al sur de Heidelberg. En él estudió Hermann Hesse durante siete meses y en él se basó para escribir este libro que leí expresamente unos días después de visitar el monasterio. Hasta ahora ha sido la experiencia literaria más satisfactoria que he tenido. Estar justo en el mismo lugar donde estuvo uno de mis escritores predilectos, ver que nada ha cambiado, que los paisajes que lo inspiraron a él ahora se acurrucan en mi cuaderno.
De repente entra luz en la sala, ha escampado finalmente y un arcoiris se eleva en el horizonte. Me ajusto la mochila al hombro y salgo por la puerta, con la actitud del caminante y la esperanza del joven.
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