Uno de los aspectos más enriquecedores de la vida Erasmus es la oportunidad de viajar y que la exploración no se reduzca únicamente a los confines de la ciudad donde estudias. Más allá de los castillos y las iglesias, de los monumentos y los teatros, salir de excursión fuera de Heidelberg también es una oportunidad para conocer gentes de otras culturas, que a través de sus inquietudes y costumbres me enseñan lo inmenso que es el mundo. Mientras que muchos estudiantes se pierden en el vicio de buscar en el viaje lugares para su foto de perfil, yo he tratado de otorgarle un sentido menos estético a mis excursiones por Alemania. Siendo un declarado germanófilo y bibliófilo, no podía yo desperdiciar este momento de mi vida para acudir a los sitios sobre los que pusieron sus zapatos mis escritores predilectos de la literatura alemana.De esta corona dorada, le dedico este artículo a las que son, en mi opinión, sus dos grandes joyas: Weimar y Heidelberg.
Tuve la ocasión de visitar Weimar hace dos semanas con una de las excursiones que organiza la universidad. Weimar es pequeña, bella, clásica y se halla incrustada en un paisaje verdoso del land de Turingia, que ostenta con orgullo la superficie boscosa más extensa de Alemania, de ahí su apodo "Das grüne Herz Deutschlands" (el corazón verde de Alemania).Weimar es la ciudad de los clásicos alemanes, a saber, del filósofo y teólogo Herder (1744-1803) , de Schiller (1759-1805) y del gran Goethe (1749-1832).
Si no mencioné a Goethe en mi primer artículo, fue porque consideraba mucho más justo ligarlo a la ciudad donde vivió durante más de 50 años hasta su muerte. Goethe es a las letras germanas lo que Cervantes a la nuestras. De hecho, el instituto que tiene como misión publicitar la lengua y cultura alemanas lleva su nombre, al igual que Cervantes en el caso del español.Goethe fue un autor muy prolífico y cultivó diversas formas de literatura como la poesía, la novela o el ensayo, pero fue una obra de teatro la que lo catapultó a la eternidad de la literatura universal. Fausto es una tragedia que rescata la leyenda del Fausto, un alquimista medieval alemán que vendió su alma para acceder a todo el conocimiento. El Fausto de Goethe, reencarnado en su obra en un médico, representa de alguna manera la frustración del hombre moderno que nace a las puertas del s.XIX. Tras la explosión de conocimiento decimonónica, atrás quedaron aquellos hombres virtuosos que dominaban varias ramas del saber; es el nacimiento del hombre especializado. Este Fausto también se verá obligado a pactar con el diablo para matar la frustración, ¡pero a qué precio!
Como poeta, Goethe tenía unos versos desbordantes, capaces de pulir las a veces toscas consonantes del alemán. Compré su obra lírica al completo en la tienda de su casa-museo, en Weimar. Aunque a decir verdad, la ciudad entera es un museo al literato. En la Theaterplatz, hay erigida una escultura de bronce a Goethe y Schiller, justo delante del Deutsche Nationaltheater, teatro que regentó Goethe durante décadas. También allí, a un par de kilómetros, se encontraba la Goethehaus, casa donde vivió el filósofo varias décadas y donde, finalmente, encontró la muerte. El crujir de los escalones que llevaban al recibidor de la casa me hizo imaginar en el suelo las huellas que dejó el dramaturgo hace 200 años.
Goethe gozó del favor del duque Carlo Augusto, que le regaló una casa-jardín con unos idílicos alrededores que tantas poesías le debieron inspirar. En el camino que me llevó a ella, me quedó claro por qué Goethe es el padre del romanticismo y que ningún escritor puede marcharse de esa ciudad sin ser, al menos durante un rato, un romántico más.
Schiller es el segundo niño mimado de la ciudad alemana. También fue poeta y dramaturgo, además de historiador. Llegó a Weimar invitado por Goethe y allí pasó los últimos tres años de su vida. Al contrario que Goethe, Schiller anduvo con grandes problemas económicos toda su vida, pero eso no impidió que se representasen obras suyas tan conocidas como Maria Estuardo o Wallenstein. También en Weimar se puede visitar la Schillerhaus, igualmente una casa-museo, aunque no tan nutrida como la de Goethe.
La experiencia en Weimar me dejó reflexiones que no puedo exponer aquí pero que pululan por mi mente, buscando el momento idóneo para salir, quién sabe si en este blog o en cualquier escrito futuro.
Pensaba escribir a continuación sobre Heidelberg y la literatura, pero creo que una ciudad que ha visto mis penas y glorias durante un año merece una mención aparte. Hasta entonces, les recomiendo que recojan los frutos ya maduros de la verde Weimar.
jueves, 30 de mayo de 2013
jueves, 9 de mayo de 2013
El refugio bajo el papel (I)
Salgo de clase y unos oscuros nubarrones hacen presagiar la tormenta inminente. Tras los primeros días calurosos del año, el instinto reaccionario del invierno busca imponer su voluntad con fuertes lluvias y un molesto viento que hace inútil al paraguas. Acudo a refugiarme en una modesta librería de la calle Plock. En la entrada hay varias estanterías atestadas de libros de segunda a mano a dos euros. Son libros viejos, literatura de segunda clase, libros para viajeros, cuadernos con imágenes de arte pictórico y planos de la ciudad. Probablemente sigan envejeciendo allí hasta el fin de sus días. Cuando entro, el olor a papel viejo me impregna los pulmones y siglos y siglos de tinta me recorren la sangre. Las estanterías de la única planta del edificio están tan repletas que no cabría ya ni un alfiler, ni tan siquiera un humilde marcapáginas. Dentro del caos literario, unas pequeñas etiquetas pegadas en los estantes tratan de poner orden aludiendo a autores, estilos y épocas. Al fondo de la sala veo a un señor de unos 60 años, con la barba gris y recortada, una camisa de rayas blancas y azules y una chaqueta marrón con coderas. Levanta dos segundos la vista del periódico mientras le da una calada a un puro, me echa una mirada analítica y vuelve a posar sus ojos sobre el texto.
Alguien como yo, que se refugia en la literatura cuando los días le amanecen grises, no podía desaprovechar la oportunidad de vivir en Alemania y disfrutar de sus más preciados tesoros literarios. Y con más razón cuando uno tiene la gran suerte de mecerse en la cuna del Romanticismo, Heidelberg. Probablemente esta es una de las zonas con mayor peso literario del país: aquí escribieron algunos de sus versos Goethe y Hölderlin, también Eichendorff y Heinrich Heine, y sus paisajes boscosos inspiraron analogías con los más profundos sentimientos a los precursores del romanticismo alemán.
Aprovechando que afuera sigue lloviendo a cántaros, decido echarle un vistazo a la pequeña librería. Mientras deslizo mis dedos por el lomo de los libros, uno de ellos me llama particularmente la atención: con una portada de fondo azul, aparecen en la portada varios caballeros medievales con sus lanzas. Más arriba leo "Das Nibelungenlied". El cantar de los Nibelungos es una obra de autor desconocido que data del siglo XIII. Es a la literatura alemana lo que El cantar del mío Cid a la española. Ambientada en una época en la que la única forma de aumentar el patrimonio personal era invadir otros reinos, en esta epopeya se narran las gestas de Sigfrido, un valiente guerrero que consiguió la inmunidad tras derrotar a un dragón y bañarse en su sangre. Sin embargo, una parte de su cuerpo queda sin bañar y se convierte en su única zona vulnerable. ¿Os suena de algo? El texto hace multitud de referencias a los mitos germánicos y de su historia se nutrió, entre otros, Richard Wagner para componer su magnum opus Der Ring des Nibelungen (El anillo del Nibelungo).
Avanzo hacia la próxima estantería, de literatura algo más reciente, y me encuentro con un libro voluminoso, de fuertes tapas y una portada que me devuelve a mi infancia: dos niños de rubios cabellos caminan por un bosque y al fondo se ve una señora mayor con aspecto de bruja y una casa de gominola a sus espaldas. ¿El título? Kinder- und Hausmärchen, es decir, los Cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Diría que son una lectura obligada, pero estaría siendo hipócrita. Los cuentos de los hermanos Grimm están ya dispersos por nuestra cultura, en las películas de Disney, los dibujos animados, etc. Todo el mundo los conoce. En realidad, estos cuentos fueron concebidos en su inicio como una investigación filológica de los hermanos Grimm. En el siglo XIX, justo después de las guerras napoleónicas, el pueblo alemán se hallaba inmerso en una búsqueda de sus raíces que culminaría en su establecimiento como nación política. Los hermanos Grimm recuperaron cuentos trasmitidos por la tradición oral calvinista. Prácticamente todos los cuentos acaban con una enseñanza del tipo moral. En los mundos que en ellos se narran son de gran importancia los bosques, la corte del rey, determinados números, etc. Sin esperarlo, estos cuentos se hicieron tremendamente populares entre los niños, que posteriormente han sido utilizados como público para las futuras adaptaciones cinematográficas. Unas historias maravillosas para aprender no ya sólo de dónde procede la nación alemana, sino de dónde venimos el resto de europeos.
Tras permanecer ensimismado durante unos diez minutos ante el libro de los hermanos Grimm, desvío mi mirada hacia la próxima estantería y el señor del puro, con semblante serio, pero amistoso, me pregunta: Kann ich helfen? Tras decirle que no necesito su ayuda, continúo ojeando libros hasta que uno vuelve a producirme interés. En este caso no se trata de su portada, ni de su amplitud, ni siquiera de su encuadernación; aquí es el nombre del autor lo que me llama. Hermann Hesse es uno de los pocos autores que conozco desde que era pequeño, pues en casa había un librito suyo, Siddharta, y en más de una ocasión le eché un ojo cuando apenas sabía juntar dos letras. De Hermann Hesse se pueden destacar varias obras: Demian, El lobo estepario, Narciso y Goldmundo. Uno de los temas más importantes de su literatura es la lucha entre individuo y sociedad, la lucha contra los preceptos morales que nos vienen impuestos, el grito de libertad de quien vio su época como una prisión espiritual. Uno de sus libros menos conocidos, Bajo las ruedas, tiene sin embargo un valor añadido para mí. Hace unos meses tuve la ocasión de visitar el monasterio evangélico de Maulbronn, pequeño pueblo al sur de Heidelberg. En él estudió Hermann Hesse durante siete meses y en él se basó para escribir este libro que leí expresamente unos días después de visitar el monasterio. Hasta ahora ha sido la experiencia literaria más satisfactoria que he tenido. Estar justo en el mismo lugar donde estuvo uno de mis escritores predilectos, ver que nada ha cambiado, que los paisajes que lo inspiraron a él ahora se acurrucan en mi cuaderno.
De repente entra luz en la sala, ha escampado finalmente y un arcoiris se eleva en el horizonte. Me ajusto la mochila al hombro y salgo por la puerta, con la actitud del caminante y la esperanza del joven.
Alguien como yo, que se refugia en la literatura cuando los días le amanecen grises, no podía desaprovechar la oportunidad de vivir en Alemania y disfrutar de sus más preciados tesoros literarios. Y con más razón cuando uno tiene la gran suerte de mecerse en la cuna del Romanticismo, Heidelberg. Probablemente esta es una de las zonas con mayor peso literario del país: aquí escribieron algunos de sus versos Goethe y Hölderlin, también Eichendorff y Heinrich Heine, y sus paisajes boscosos inspiraron analogías con los más profundos sentimientos a los precursores del romanticismo alemán.
Aprovechando que afuera sigue lloviendo a cántaros, decido echarle un vistazo a la pequeña librería. Mientras deslizo mis dedos por el lomo de los libros, uno de ellos me llama particularmente la atención: con una portada de fondo azul, aparecen en la portada varios caballeros medievales con sus lanzas. Más arriba leo "Das Nibelungenlied". El cantar de los Nibelungos es una obra de autor desconocido que data del siglo XIII. Es a la literatura alemana lo que El cantar del mío Cid a la española. Ambientada en una época en la que la única forma de aumentar el patrimonio personal era invadir otros reinos, en esta epopeya se narran las gestas de Sigfrido, un valiente guerrero que consiguió la inmunidad tras derrotar a un dragón y bañarse en su sangre. Sin embargo, una parte de su cuerpo queda sin bañar y se convierte en su única zona vulnerable. ¿Os suena de algo? El texto hace multitud de referencias a los mitos germánicos y de su historia se nutrió, entre otros, Richard Wagner para componer su magnum opus Der Ring des Nibelungen (El anillo del Nibelungo).
Avanzo hacia la próxima estantería, de literatura algo más reciente, y me encuentro con un libro voluminoso, de fuertes tapas y una portada que me devuelve a mi infancia: dos niños de rubios cabellos caminan por un bosque y al fondo se ve una señora mayor con aspecto de bruja y una casa de gominola a sus espaldas. ¿El título? Kinder- und Hausmärchen, es decir, los Cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Diría que son una lectura obligada, pero estaría siendo hipócrita. Los cuentos de los hermanos Grimm están ya dispersos por nuestra cultura, en las películas de Disney, los dibujos animados, etc. Todo el mundo los conoce. En realidad, estos cuentos fueron concebidos en su inicio como una investigación filológica de los hermanos Grimm. En el siglo XIX, justo después de las guerras napoleónicas, el pueblo alemán se hallaba inmerso en una búsqueda de sus raíces que culminaría en su establecimiento como nación política. Los hermanos Grimm recuperaron cuentos trasmitidos por la tradición oral calvinista. Prácticamente todos los cuentos acaban con una enseñanza del tipo moral. En los mundos que en ellos se narran son de gran importancia los bosques, la corte del rey, determinados números, etc. Sin esperarlo, estos cuentos se hicieron tremendamente populares entre los niños, que posteriormente han sido utilizados como público para las futuras adaptaciones cinematográficas. Unas historias maravillosas para aprender no ya sólo de dónde procede la nación alemana, sino de dónde venimos el resto de europeos.
Tras permanecer ensimismado durante unos diez minutos ante el libro de los hermanos Grimm, desvío mi mirada hacia la próxima estantería y el señor del puro, con semblante serio, pero amistoso, me pregunta: Kann ich helfen? Tras decirle que no necesito su ayuda, continúo ojeando libros hasta que uno vuelve a producirme interés. En este caso no se trata de su portada, ni de su amplitud, ni siquiera de su encuadernación; aquí es el nombre del autor lo que me llama. Hermann Hesse es uno de los pocos autores que conozco desde que era pequeño, pues en casa había un librito suyo, Siddharta, y en más de una ocasión le eché un ojo cuando apenas sabía juntar dos letras. De Hermann Hesse se pueden destacar varias obras: Demian, El lobo estepario, Narciso y Goldmundo. Uno de los temas más importantes de su literatura es la lucha entre individuo y sociedad, la lucha contra los preceptos morales que nos vienen impuestos, el grito de libertad de quien vio su época como una prisión espiritual. Uno de sus libros menos conocidos, Bajo las ruedas, tiene sin embargo un valor añadido para mí. Hace unos meses tuve la ocasión de visitar el monasterio evangélico de Maulbronn, pequeño pueblo al sur de Heidelberg. En él estudió Hermann Hesse durante siete meses y en él se basó para escribir este libro que leí expresamente unos días después de visitar el monasterio. Hasta ahora ha sido la experiencia literaria más satisfactoria que he tenido. Estar justo en el mismo lugar donde estuvo uno de mis escritores predilectos, ver que nada ha cambiado, que los paisajes que lo inspiraron a él ahora se acurrucan en mi cuaderno.
De repente entra luz en la sala, ha escampado finalmente y un arcoiris se eleva en el horizonte. Me ajusto la mochila al hombro y salgo por la puerta, con la actitud del caminante y la esperanza del joven.
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