domingo, 28 de julio de 2013

Nächste Haltestelle: Wieblingen, Bonhoefferstrasse

Una tímida brisa aparta de mi cuerpo las garras de un calor húmedo y asfixiante que se ha ido imponiendo en el mes de julio. Tras acabar mi último examen, mi mente se siente libre de estrés por unas horas y empieza a divagar sobre el fue, el es y el será de este reflexivo viajero, por un año erasmus y heidelberguense. Camino ahora por Bismarckplatz en dirección a la Hauptstrasse y de fondo ya puedo oír a un matrimonio italiano cantando viejas canciones napolitanas. La Hauptstrasse es el corazón de Heidelberg, un pasaje comercial de 2 kilómetros que articula todo el centro de la ciudad. La vida de la urbe pasa por aquí y es por aquí por donde pasa este último año de mi vida. Alemania es un lugar en el que puedes ver en la misma calle a un albañil húngaro trabajando en la obra, a un grupo de polacos tocando el acordeón, mientras cenas en una pizzería italiana con erasmus ingleses, búlgaros y franceses. Alemania no sólo lleva la batuta de Europa por ser la economía más fuerte, sino también porque Alemania es Europa.

Me siento en un banco a ver pasar mis últimos días en este país que me ha acogido durante un año: Alemania, el país del empleo y la estabilidad, el país de la burocracia, la hipocresía y la frialdad, la nación de espíritu kantiano, pero también la tierra de Thomas Mann, Schiller y Goethe, del Brezel, la Bratwurst y los bosques, la tierra de la puntualidad, la fidelidad y la organización. De los alemanes he aprendido que las cosas funcionan bien porque se trabaja en ellas, que si se quiere un ambiente universitario idílico, el espíritu de asociación no debe perderse; todo lo demás es pataleta y victimismo - huir de la responsabilidad.

Vuelvo a emprender mi tránsito por la Hauptstrasse, cuando empiezo a sentir cómo se me erizan los pelos de las piernas al oír la guitarra flamenca de un esbelto moreno de pelo corto que lleva el tatuaje de una serpiente en el mismo brazo con el que rasguea la guitarra. En la funda, una bandera de España pequeñita me recuerda el lugar al que tengo que regresar en pocos días. España, mi España, la que me duele, a la que añoro, la que me enfurece y al segundo me colma de alegría, la España del paro y la crisis, la España cainita, cañí y cani, la España con mala leche y alma bakuninista, pero también la España de Dalí y García Lorca, la España de Unamuno y Quevedo, la de las playas y las charlas con café y mentes despiertas, la España diferente, anárquica y anarquista, la de mi Gente y mi idioma, la España de mi infancia y mi adolescencia. Decía antes algunas cosas que he aprendido de los alemanes, pero aquí a miles de kilómetros de casa, también he aprendido a ser español, he aprendido de las virtudes que los españoles tenemos y que tantas veces queda oculta bajo el velo de los complejos. De los españoles he aprendido que el trabajo y la obligación no pueden ser el único motor de nuestras motivaciones, que lo más maravilloso en este mundo es poder compartir la alegría, la Freude, con nuestros semejantes, que una guitarra y un vaso de vino están bastante cerca de lo mejor que podemos encontrar en esta vida, que lo espontáneo es el gracejo, la broma que esconde cariño, y la satisfacción más inmediata.



No puedo olvidarme de lo mucho que aquí he crecido como persona, de la extensión de la empatía que se logra al conocer gentes de todo el mundo. Me llevo partes de Estados Unidos, Canadá, Méjico, Colombia, Perú, Chile, Uruguay, China, India, Japón, Corea, Irán, Irak, Afghanistán, Arabia Saudí, Nueva Zelanda, Francia, Alemania, Bélgica, Países Bajos, Italia, Reino Unido, Suecia, Finlandia, Letonia, Rusia, Grecia, Rumanía, Bulgaria, República Checa y, cómo no, de prácticamente todas las provincias españolas. La extensión de la empatía significa la relajación de los prejuicios étnicos, la búsqueda de lo común en lo diverso, de lo que nos une como especie: la conciencia del otro, reír con el otro, sentir al otro.




Me llevo anécdotas y grandes momentos, el haber convivido diariamente con la nieve por primera vez, desenterrando al niño pequeño que creía que había desaparecido. Aprendí también bastante de las noches en las que la soledad más amarga, la verdadera soledad, la que no es voluntaria, me provocaba un deseo intenso de volver a casa.

El vértigo ante las despedidas, el que muera un trocito de nuestras vidas, es algo que nos aterra a todos. Pero tenemos que seguir adelante sabiendo que no podemos saltarnos ningún eslabón de nuestra escalera al cielo y que, al fin y al cabo, somos una mezcla de las cosas y personas que nos hemos encontrado a lo largo de nuestra travesía. A los que ya no me verán más y sientan que he significado algo para sus vidas, sólo les puedo recordar la vieja canción de Within Temptation, que decía: You will find me in the world of yesterday. Al resto, no puedo dejar de proyectarlos en un futuro en el que descubriremos nuevas ciudades, recordaremos viejas anécdotas y pondremos al día nuestros triunfos y frustraciones, nuestras penas y glorias.




De repente, me saca de mi enajenación una voz grave y robótica que dice: Nächste Haltestelle, Wieblingen, Bonhoefferstrasse. He llegado a casa, la que fue mi casa.